viernes, 22 de septiembre de 2017

Cuando los policías han de ocultar sus rostros



Es una situación que no obedece a una sola causa pero siempre cumple con un mismo objetivo muy obvio: no ser identificados. Se ha podido observar en la lucha contra la mafia. También en la actividad antiterrorista, en mayor medida. Incluso ante manifestaciones ciudadanas.

Vemos entonces causas dispares en las que necesariamente subyace un denominador común: algo no funciona en esa sociedad. Algo no funciona cuando los que han de administrar justicia lo han de hacer desde detrás de un pasamontañas.

El caso del crimen organizado es lo bastante complejo para no poder despacharlo en un par de líneas pero los que conozcan de cerca el asunto tendrán muy presente sus vínculos con la corrupción política, con la corrupción del propio sentido de justicia en general aunque seguro que no está exento de justificaciones, más razonables o menos.

En el caso del terrorismo interno, como pudo ser ETA o el IRA, dos sentidos de justicia chocan frontalmente hasta desencadenar una guerra entre el grupo terrorista en cuestión y las fuerzas del estado.

Y esto nos lleva al siguiente caso de los aquí contemplados, el de protestas masivas de ciudadanos como a fecha de hoy se está viendo en Cataluña. Tiene fuertes vinculos con el ejemplo anterior y se podría definir como el sustrato necesario para que la semilla de la violencia prospere. Hay un sentido de justicia de amplias mayorías que choca de nuevo, frontalmente, contra el sentido de justicia de aquellos pocos que la han de administrar.

Si uno acepta la premisa de que el crimen organizado es el síntoma de un estado disfuncional no es difícil comprender porqué las distintas policías cubren sus rostros en el transcurso de su actividad, más allá de la intención evidente de salvaguardar su anonimato para evitar posibles represalias.

Tampoco es difícil comprenderlo en el caso de grupos terroristas cuyas reivindicaciones, que no necesariamente medios para alcanzarlas, son compartidas por buena parte de la población en la que se origina su actividad.

Se entiende con más claridad si cabe en los casos en que la población directamente se hecha a la calle para defender en primera persona sus reivindicaciones.
En realidad el motivo es muy sencillo: lo que están impartiendo no es justicia.

No lo es porque ningún estado corrupto, como en el caso de las distintas mafias, posee tal facultad. Tampoco en los casos de terrorismo que surgen como respuesta a la represión del estado ante determinadas libertades o derechos como pueda ser el de autodeterminación. Mucho menos ante las masas que son las que al final deberían dirigir su labor en una democracia.

Son tradicionalmente los delincuentes los que cubren su rostro para eludir su identificación. También los que luchan contra un orden establecido injusto. Volvemos al desencuentro, o más bien encuentro con rumbo de colisión, entre dos nociones opuestas de justicia.

El derecho no es, en un principio, una ciencia exacta. No en vano a las sentencias de los tribunales se las define como "fallos". Al final este género de asuntos se han venido dirimiendo más en el terreno del poder que en el del derecho.

No es materia de este artículo juzgar que sentido de justicia es superior al otro en cada caso, aunque es imposible que no se desprenda de entre las líneas. Más bien se limita a señalar lo evidente con el que tal vez sea su síntoma más gráfico: la grave ruptura del consenso, de la legitimidad de los administradores de la justicia y de la organización social en sí.

En ninguno de los casos expuestos, por distintas razones, el estado cuenta con la legitimidad necesaria para acometer con su función.
Supongo que no hace falta ser un genio para darse cuenta de que cuando los policías han de ocultar sus rostros es que algo va rematadamente mal.


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